"Cuento para una sumisa sin fuerzas" Por Sir Egart


Anochecía. El Hombre se sentó en su mecedora, frente a la chimenea, en el centro de la cabaña de troncos. Espero que Lisy, su perrita, viniera, juguetona y zalamera, a meterse entre sus piernas, a mirarle con complicidad retadora y a lamerle las manos. Pero Lisy no vino aquella tarde. Permanecía echada sobre sus patas, en el rincón más oscuro de la cabaña, con la cabeza extendida sobre sus manos y los ojos muy tristes. El hombre empezó a silbar. No era el sonido agudo, casi imperioso, con el que otros días reclamaba la atención y la venida de su perra. No. Esta vez, el silbido sonaba mucho más tenue, con una dulzura (entre contemplativa y nostálgica) que recordaba la cadencia de una flauta de pan. La melodía que él silbaba recordaba el suave susurro del mar cuando sus olas acarician mansamente la arena desierta de la playa; o el crujir de las hojas de otoño cuando el viento las mece o alguien pasea sobre ellas, estrujándolas; o el rumor difuminado de una granja lejana, mientras las vacas regresan al establo: algún mugido, el cencerro de una res que se mueve lentamente, el trajín en la cocina mientras se prepara la cena, las herramientas que vuelven a su sitio...

Lisy levantó las orejas, muy atenta, como hipnotizada por aquella música tan nueva, pero tan de toda la vida. Algo se tensó en sus patas, de un modo casi imperceptible, mientras la escuchaba.Y cuando el Hombre, que seguía silbando, la llamó con un gesto de su mano, ella se acercó mansamente y se tendió a sus pies. Aquellas piernas fuertes, entre las que había jugado tantas veces, se convirtieron ahora en su defensa y su almohada. Pasó mucho tiempo allí, sintiéndose segura. Por ella, se hubiera quedado toda la vida. Pero su amo le acarició la cabeza, le puso la mano bajo la mandíbula, le obligó a mirarle a los ojos y tiró suavemente de ella, atrayéndola hacia su regazo. Se sintió todavía más cómoda y segura que cuando se refugiaba entre las piernas del Hombre. Se acurrucó sobre su vientre, con la cabeza apoyada en su pecho. Él (para entonces ya había dejado de silbar) le pasó insistentemente la mano por el lomo, con una ternura enorme. Se quedaron en silencio. Sólo se oían sus respiraciones acompasadas. Y en aquel abrazo, piel con piel, cada uno sentía los pulsos del otro. Hasta que descubrieron que, sin proponérselo, sus dos corazones se habían puesto a latir al unísono. Una niebla de paz los envolvió, y les fué calando hasta lo más profundo.

Estuvieron así toda la noche. Sin hacer nada. Sin decir nada. Sin dormir. Embelesados en aquella placidez, en la que sobraba todo, porque tenían todo lo que necesitaban. Se tenían el uno al otro.

Sólo cuando, terminada la noche, el cielo se vistió de amanecer, y los colores volvieron a las cosas, y la vida recobró su algarabía... sólo entonces, el Hombre y Lisy se separaron y cada uno fué a lo suyo.

Pero los dos sabían (lo supieron ya siempre) que eran capaces de respirar al mismo compás y de que sus corazones latieran con el mismo ritmo. Aunque, aparentemente, estuvieran muy lejos el uno del otro y cada uno en sus cosas.

Autor: Sir Egart

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Kaya, me alegro de que haya gustado este relato.
Sabes que lo escribí con todo mi corazón para una amiga (sumisa ella, aunque no "mi" sumisa) que estaba triste y sin fuerzas.
Luego, pensé que era interesante, y probablemente, mucho más universal de lo que parecía. Así que le pedí permiso (el relato es casi más suyoque mio, puesto que ella fue el detonante) y lo publiqué.
Ahora es suyo, un poco mio... y también tuyo y de cualquiera que se sienta identificado con él.
Y es que nunca he entendido por qué no ha de tener cabida la ternura en una relación BDSM.

Anónimo dijo...

gracias